Yo, como muchos, llevo una doble
vida. Que me salva. Esta otra vida transcurre en mi imaginación. Allí puedo
autodestruirme sin problema. Todos los seres sensibles y civilizados fantasean
con la autodestrucción. “Todo esto da asco. No palabras…”, ya saben.
Allí, además, tengo algunos
amigos, amigos que por ejemplo me dicen “hacer negocio con la salud no es de buenos
cristianos” y después, como Delueze o Primo Levi, se lanzan al vacío.
Antonio Di Benedetto, en su
novela Los suicidas, lo cuenta de
esta forma: “destruirse a sí mismo es privilegio de la absurda condición
humana”.
Escribo mientras en la tele
hablan de un tipo que saltó de un cuarto piso perseguido por el señor Desahucio.
Menudo privilegio. Es como si todos estuviéramos inmersos en una gran caída que
no parece tener fin. Pero siempre puede ser peor.
“Ten una vida bonita, tengo ganas
de suicidarme", éstas fueron las últimas palabras de J.G. Se las dijo a su
madre por teléfono. Tenía doce años. La madre se alarmó, quiso hablar con él,
pero fue inútil. J.G. ya no atendía el teléfono. La madre quiso creer que se
trataba de una broma, de una travesura sin gracia, tal vez de una apuesta entre
amigos de clase. Cualquier cosa antes de aceptar que su hijo estaba hablando en
serio. Ni la muerte de la abuela, ni el divorcio entre ella y su marido, ni los
problemas en la escuela podían justificar algo así. Era imposible. Del todo.
Cómo va a quitarse la vida un niño de doce años. ¿Tiene sentido?
Cuando llegó a casa, se lo
encontró ahorcado.
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La facilidad nos vuelve tontos. Todos
aspiramos a la facilidad. Complete el silogismo.
En la comodidad y en la ignorancia anida
la paz. Al final preferimos ser cerdos satisfechos. El hombre insatisfecho no
cotiza. Sólo aceptamos su compañía cuando nos lo encontramos en el interior de
una película o de una novela.
Por otro lado, la sociedad satisfecha de
sí misma se ha venido abajo. Lo hemos visto por la tele. Lo hemos sufrido en
nuestras propias carnes. La insatisfacción reinante espolea conciencias. Todo
esto nos acerca a la confrontación.
En la lucha los seres humanos se sienten
más vivos. Esa vieja paradoja. Entonces todo se intensifica. Lo bueno y lo
malo. Queremos ganar la batalla para poder volver a ser cerdos satisfechos.
Un amigo me cuenta que al hijo de una
amiga le han detectado una enfermedad grave. El niño sólo tiene cinco años. Mi
amigo me lo cuenta compungido. Acuden a nuestras bocas frases hechas, tan
sobadas como ciertas. Viejas verdades en las que sólo reparamos cuando la
confrontación nos salpica. Lo que de verdad importa. Por encima de cualquier
otra cuestión.
Pienso en ese niño al que no
conozco, en los años difíciles que nos aguardan, en el cambio de paradigma que,
aseguran, vivimos. Pienso en mis proyectos literarios, en su brutal
insignificancia, en todas las horas que les dedico. Tal descompensación entre
dedicación y relevancia objetiva me golpea. Son golpes de niño enfermo. Sé que
pronto los olvidaré.
El olvido forma parte de nuestro
sistema inmunológico.